sábado, 16 de abril de 2011

El triunfo de Stalin

León Trotsky, 25 de febrero de 1929

Stalin fue electo secretario general en vida de Lenin, en 1922. En esa época el cargo tenía un carácter más técnico que político. No obstante, en ese entonces Lenin ya se oponía a la candidatura de Stalin. Fue precisa­mente en este sentido que habló de un cocinero amante de los platos picantes. Pero cedió ante las posiciones de otros miembros del Buró Político, aunque con escaso entusiasmo: “Probaremos y veremos.”

La enfermedad de Lenin provocó un cambio total en la situación. Hasta ese momento él, a la cabeza del Bu­ró Político, tenía en sus manos la palanca central del po­der. El segundo nivel de trabajo, la puesta en práctica de las resoluciones principales, fue confiado al secretario general Stalin. Todos los demás miembros del Buró Político se ocupaban de sus respectivas funciones específicas.

Al desaparecer Lenin de la escena, la palanca cen­tral quedó automáticamente en manos de Stalin. Se consideró que era una situación provisional. Nadie propuso cambio alguno, porque todos esperaban una rápi­da recuperación de Lenin.

Durante esa época Stalin se movió febrilmente para escoger a sus amigos y hacerlos escalar posiciones en el aparato. Cuando Lenin se recuperó de su primer ataque y volvió por un tiempo al trabajo, en 1922-1923, quedó horrorizado al ver hasta qué punto se había burocrati­zado el aparato y qué omnipotente parecía en relación a la masa partidaria.

Mientras insistía en que fuera yo su lugarteniente en e1 Consejo de Comisarios del Pueblo, Lenin discutió conmigo la forma de librar una lucha conjunta contra el burocratismo de Stalin. Había que hacerlo de manera tal que el partido sufriera la menor cantidad posible de convulsiones y choques.

Pero la salud de Lenin volvió a empeorar. En su lla­mado testamento, escrito el 4 de enero de 1923, le acon­sejó insistentemente al partido que se sacara a Stalin del poder central debido a su deslealtad y su tendencia al abuso del poder. Pero una vez más Lenin debió vol­ver a su lecho de enfermo. Se renovó el acuerdo provi­sional de mantener a Stalin en el timón. Al mismo tiem­po, las esperanzas de que Lenin se recuperara se des­vanecían rápidamente. Ante la perspectiva de que de­berla abandonar definitivamente su trabajo, quedó planteado otra vez el problema de la dirección del partido.
En ese momento, las diferencias de tipo principista todavía no habían cristalizado. El grupo de mis adver­sarios tenía un carácter puramente personal. El santo y seña de Zinoviev, Stalin y Cía. era: “No permitamos que Trotsky asuma la dirección del partido.” En el transcurso de la lucha posterior de Zinoviev y Kamenev con­tra Stalin, los secretos de este período anterior fueron revelados por los mismos protagonistas de la conspira­ción. Porque se trataba de una conspiración.

Se creó un Buró Político secreto (el Septenvirato) integrado por todos los miembros del Buró Político menos yo, con el agregado de Kuibishev, en la actualidad pre­sidente del Consejo Supremo de la Economía Nacio­nal. Todos los problemas se resolvían de antemano en este centro secreto, cuyos integrantes estaban juramen­tados. Acordaron no polemizar entre sí y al mismo tiem­po buscar oportunidades para atacarme. En las organi­zaciones locales existían centros similares, vinculados al Septenvirato de Moscú por una rígida disciplina. Se comunicaban a través de códigos especiales. Se trataba de un grupo clandestino, bien organizado, en el seno del partido, dirigido en principio contra un hombre. Las personas destinadas a ocupar cargos de responsabilidad en el partido y en el estado eran escogidas según un criterio único: la oposición a Trotsky.
Durante el prolongado “interregno” creado por la enfermedad de Lenin, este trabajo se realizó sin pausa, pero todavía en forma cautelosa y oculta, de manera que, en la eventualidad de que Lenin se recuperase, los puentes minados se mantuviesen intactos. Los conspi­radores actuaban con medias palabras. Los candidatos a los puestos debían adivinar qué se les pedía. Los que “adivinaban” trepaban la escalera. De esa manera se engendró un nuevo tipo de arribismo, que más tarde adquirió el nombre público de “antitrotskismo”. La muerte de Lenin les dejó las manos libres a los conspi­radores y les permitió salir a la luz.

Los militantes del partido que alzaban su voz para protestar contra la conspiración, se veían sometidos a ataques arteros con los pretextos más descabellados, a menudo inventados. Por otra parte, ciertos elementos moralmente inestables, de esos que en los cinco pri­meros años del poder soviético hubieran sido expulsa­dos implacablemente del partido, ahora adquirían su póliza de seguro a cambio de algunas observaciones hostiles respecto de Trotsky. A partir de fines de 1923 se empezó a realizar ese mismo trabajo en todos los partidos de la Comintern: algunos dirigentes fueron destronados y otros ocuparon sus puestos únicamente en virtud de su actitud hacia Trotsky. Se realizó un pro­ceso de selección arduo y artificial; no se elegía a los mejores sino a los más acomodaticios. La táctica gene­ral consistía en remplazar a personas independientes y talentosas por mediocres que debían su posición exclu­sivamente al aparato. Y la máxima expresión de esa mediocridad de aparato llegó a ser el propio Stalin.

Hacia fines de 1923 las tres cuartas partes del aparato ya estaban escogidas y alineadas, listas para llevar la lucha a la base del partido. Se habían preparado ar­mas de todo tipo y sólo se esperaba la señal para atacar. Entonces se dio la señal. Las dos primeras campañas de “discusión” en mi contra, en el otoño de 1923 y en el de 1924, coincidieron con épocas en que yo me encontraba enfermo, lo que me impedía hablar ante las reuniones partidarias.

Bajo la furibunda presión del Comité Central, las bases comenzaron a ser atacadas desde todos los ángu­los a la vez. Mis viejas diferencias con Lenin, anteriores no sólo a la revolución sino también a la guerra mun­dial, y desaparecidas hacía mucho tiempo en nuestro trabajo conjunto, se sacaban repentinamente a la luz del día, distorsionadas, exageradas, y se las presentaba ante las bases partidarias nuevas como si se tratara de las cuestiones más apremiantes. Las bases quedaron anonadadas, malparadas, intimidadas. Al mismo tiem­po, se comenzó a emplear en un escalón más bajo el método de selección del personal. Ahora ya no se podía ocupar un puesto de administrador de fábrica, secretario de un comité de taller, presidente del comité ejecuti­vo de un condado, tenedor de libros o secretario de ac­tas si no se poseían credenciales de antitrotskismo.

Evité esta lucha mientras me fue posible, ya que no era más que una conspiración sin principios dirigida contra mi persona, al menos en sus primeras etapas. Para mí estaba claro que esa lucha, apenas estallara, adquiriría inexorablemente un carácter muy grave y, en las condiciones creadas por la dictadura revolucionaria, podría tener consecuencias peligrosas. No corres­ponde discutir aquí si fue acertado tratar de mantener un terreno común sobre el cual poder trabajar conjunta­mente, al precio de enormes concesiones personales, o si yo debería haber asumido la ofensiva desde un prin­cipio, a pesar de carecer de motivos políticos suficien­tes como para realizar semejante acción. Lo cierto es que elegí aquel camino y, a pesar de todo, no me arre­piento. Hay triunfos que conducen a callejones sin salida, y hay derrotas que abren nuevos caminos.

Inclusive después de que las profundas diferencias políticas salieron a la luz, desplazando la intriga perso­nal a un segundo plano, traté de mantener la pugna dentro de los marcos de una discusión principista y de evitar o impedir que se forzara una decisión, para per­mitir así que las opiniones y pronósticos en conflicto pudieran corroborarse a la luz de los hechos y las expe­riencias.

En cambio, Zinoviev, Kamenev y Stalin, el que al principio se ocultaba tras los dos primeros, trataron con todas sus fuerzas de forzar una decisión. No tenían el menor deseo de que el partido tuviera tiempo de medi­tar sobre las diferencias y corroborarlas a la luz de la experiencia. Cuando Zinoviev y Kamenev rompieron con Stalin, éste automáticamente dirigió contra ellos la misma campaña de calumnias anti “trotskistas”, con toda su abrumadora fuerza de inercia, que los tres ha­bían desarrollado juntos durante un lapso de tres años.

Esta no es una explicación histórica de la victoria de Stalin, sino un mero bosquejo de cómo se logró esa vic­toria. Tampoco se trata de una protesta contra la intriga. Una línea política que busca las causas de su derro­ta en las intrigas de su adversario es una línea ciega y patética. La intriga es un aspecto técnico específico de la realización de una tarea; sólo puede desempeñar un papel subordinado. Lo que resuelve los enormes pro­blemas de la sociedad es la acción de las grandes fuer­zas sociales, no las maniobras mezquinas.

El triunfo de Stalin, con toda su inestabilidad e in­certidumbre, es la expresión de cambios importantes que se han producido en las relaciones entre las clases en la sociedad revolucionaria. Es el triunfo o semitriun­fo de determinadas capas o grupos sobre otros. Es el re­flejo de los cambios producidos en la situación interna­cional en el transcurso de los últimos años. Pero estos problemas son de tal envergadura que requieren un análisis especial.

A esta altura sólo se puede decir una cosa. La pren­sa mundial, hostil al bolchevismo, a pesar de todos los errores y confusiones que contiene su evaluación de las distintas etapas y acontecimientos de la lucha interna en la URSS, logró en general llegar al meollo social de esa lucha: la victoria de Stalin es la victoria de las ten­dencias más moderadas, conservadoras, burocráticas, partidarias de la propiedad privada y estrechamente nacionalistas, sobre las tendencias que apoyan la revo­lución proletaria internacional y las tradiciones del Par­tido Bolchevique. En ese sentido no tengo la menor queja respecto a las alabanzas del realismo stalinista que aparecen, con tanta frecuencia en la prensa bur­guesa. Hasta qué punto será sólido y duradero ese triunfo, y cuál será el rumbo futuro de los acontecimien­tos, es harina de otro costal.

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